martes, 31 de diciembre de 2013

El cuento original de "La vida secreta de Walter Mitty".

El pequeño relato en que se basaron las dos adaptaciones cinematográficas: la de Danny Kaye (1947), y la de Ben Stiller (2013).


Esta reseña la creo un poco por casualidad. Hace poco se anunció una nueva versión de "La vida secreta de Walter Mitty", basada en un cuento corto popular norteamericano -de 1939, pero que todavía mucha gente conoce, y que han leído en algún momento-. Hace años, muchos, pude ver la primera versión cinematográfica, la de Danny Kaye, de 1947 -ha llovido mucho, desde aquella época; también, aunque no tanto, desde que era relativamente fácil ver por televisión películas clásicas, y que ahora, muchas veces de forma bastante gratuita, son consideradas, simplemente, como antiguallas-. Siendo como era niño, una película musical -en inglés, idioma que no conocía en absoluto, aunque ahora, aunque lo escriba y lea relativamente bien, sigo sin apenas saber hablar o poder comprender oralmente- podía resultarme, quizá, un poco pesada, pero Kaye, que quizá no era un actor extraordinario, pero sí estaba hecho para la comedia, era buen bailarín y cantante -en realidad, un auténtico showman, fue uno de los primero "conductores" de un programa de televisión propio, "La hora de Danny Kaye", que tantos imitadores o reinventonres tendría con el paso de los años-, y era capaz de llevar por sí mismo el protagonismo de historias que, de otra forma, y en manos de otros actores, podrían resultar, incluso para la época, demasiado poco creíbles, o, por decirlo de otra forma, no tendrían por donde aguantarse. Algo parecido podría decirse de Ben Stiller -conocido en Europa, pero de enorme fama en su país-, aunque no puedo decir mucho de la nueva versión, que todavía no he visto -aunque quizá aproveche estas navidades para hacerlo; la cosa está mal, pero no creo que me arruine por ir al cine un par de veces, y más, cuando no acostumbro a hacerlo en días festivos, que es más caro-. No me extenderé, sin embargo, en las películas, sino en el relato que sirvió de base para ellas.

El cartel de la primera versión, de 1947, de Danny Kaye.

El cuento original, del mismo título, fue obra del escritor, periodista y caricaturista James Thurber, al que podría considerarse como un "artista popular"; en el sentido de que no escribió o realizó ninguna obra de arte tal como la considerarían los críticos y expertos -sea lo que sea, lo que se pueda entender como "expertos"-, pero sus pequeños relatos, publicados casi todos en la revista "The New Yorker" -este, en 1939-. Más adelante, estos relatos se recogerían en diversas antologías -las más recientes, serían conocidas simplemente como "James Thurber: escritos y dibujos", que serían las ediciones que le harían conocido a posteriores generaciones, transformándolo en parte de la cultura popular anglosajona-, y no se ha dejado de vender, aunque sean en tiradas más modestas, hasta hoy en día. 
El cuento original apenas serían, en un libro de formato más o menos mediano, dos o tres páginas, o poco más, si se añadía alguna de sus ilustraciones. El personaje, además, no es exactamente el que vemos en las dos películas: es un hombre casado -no un solterón en busca de un amor supuestamente imposible-, que acompaña a su esposa a sus compras semanales en la ciudad, y deja volar su imaginación para olvidarse un poco de ella, de sus obligaciones, y de su aburrida vida. Nuestro hombre lo mismo se ve pilotando un hidroavión en medio de una tormenta, como yendo a una misión casi suicida de bombardeo a un polvorín enemigo, pero en la vida real, no deja de ser un anodino e inofensivo Don Nadie. El nombre del protagonista, incluso, llegó a formar parte del habla popular. Un "Walter Mitty", para muchos norteamericanos -aunque algunos no conozcan el cuento más que de oídas, o ni eso- es, no un personaje fantasioso por sí, sino alguien que parece vivir en las nubes, en la luna, y que, aparentemente, no sabe ni donde está, ni lo que tiene que hacer, porque tiene una enorme facilidad para abstraerse de la realidad, que poco o nada le interesa. Gente, tal vez, poco dada a la acción, porque ésta la encuentra, la crea, en su propia cabeza, sin necesidad de buscarla en la realidad. Gente, por tanto, cómodamente soñadora, un tanto abúlica, pero inofensiva.

Un cartel publicitario de la nueva versión, de este año, poco antes de su estreno.

Así pues, como tenía interés por leer el cuento, y al no haberlo encontrado en castellano -aunque imagino que existe, aunque no lo encontré, tal vez más por falta de interés que tiempo-, decidí traducir el original en inglés. El problema, como en "El sueño de Sultana", que fue lo primero que "publiqué" en el blog, es que mi inglés es modesto -tan modesto, que en no pocas ocasiones, ni se deja ver-, así que me hice ayudar por el traductor del Chrome, por un diccionario y un libro de gramática, y una pequeña ayuda -humana- externa. Y por mi propio inglés, claro, que tampoco es tan malo. Una parte del trabajo de "corrección" -largo y arduo, aunque no lo parezca- es el lío que se hace cualquier máquina con las formas verbales, artículos determinados, género y número de las palabras, o por los diversos pronombres. Pero ahí está. No es la mejor traducción -penoso sería, encontrarme ahora en la red con una mejor, aunque traducirla, aunque sea artificialmente, sea más divertido-, pero al menos se entiende.
Bueno, pues aquí está la historia. Modesta, pero con dos películas a sus espaldas:

La vida secreta de Walter Mitty.

"Estamos pasando". La voz del comandante era como romper el fino hielo. Llevaba su uniforme de gala, con la gorra blanca fuertemente enroscada, ladeada desenfadadamente sobre un ojo frío y gris. "No podemos hacer eso, señor. Está corriendo un gran riesgo por un huracán, si desea saber mi opinión." "No se la estoy pidiendo, teniente Berg", dijo el Comandante. "¡Encienda los indicadores luminosos! ¡Acelere hasta 8500! ¡Estamos pasando!" El golpeteo de los cilindros aumentó: ta-pocketa-pocketa-pocketa-pocketa-pocketa. El comandante se estrelló contra el cristal de la cabina del piloto, donde se estaba formando hielo. Se acercó y revisó una hilera de complicadas esferas y diales. “¡Encender auxiliar número 8!”, gritó. "¡Encended auxiliar número 8!", repitió el teniente Berg. "¡Potencia completa en la torreta número 3!", gritó el comandante. "¡Potencia completa en la torreta número 3!" La tripulación, observando desde sus puestos el enorme destrozo del “motor de ocho” del hidroavión de la marina, se miraron unos a otros sonriendo. “El “Hombre Viejo”  está con nosotros”, se dijeron unos a otros. “¡El “Viejo” no tiene miedo del infierno!”. . .
"¡No tan rápido! ¡Estás conduciendo demasiado deprisa!", dijo la señora Mitty. "¿Por qué estás conduciendo tan rápido?"
"¿Hmm?", dijo Walter Mitty. Miró a su esposa, en el asiento de al lado, asombrosamente escandalizada. Le pareció de lo más extraña, como una mujer desconocida que hubiera gritado en una multitud. "Ibas a cincuenta y cinco", dijo. "Tú sabes que no me gusta ir a más de cuarenta. Estabas yendo a cincuenta y cinco." Walter Mitty siguió conduciendo hacia Waterbury en silencio, el rugido del SN202 a través de la peor tormenta en veinte años de la  aviación de la marina de guerra desvaneciéndose en la distancia, las líneas aéreas  producto de su mente. "Estás tenso de nuevo", dijo la señora Mitty. "Uno de estos días, me gustaría que permitieras al dr. Renshaw que te hiciera una revisión médica.
Walter Mitty detuvo el coche delante del edificio donde su esposa tenía pensado arreglarse el cabello. "Acuérdate de conseguir esas botas de agua mientras me peinan el cabello", dijo. "No necesito zapatos de goma", comentó Mitty. Ella guardó su espejo en el bolso. “Ya hemos hablado sobre eso", dijo ella, saliendo del coche. "Hace tiempo que ya no eres un hombre joven." Volvió a poner en marcha el motor. "¿Por qué no te pones los guantes? ¿Has perdido tus guantes?" Walter Mitty buscó en un bolsillo y sacó los guantes. Se los puso, pero después de que ella se hubiera vuelto y entrara en el edificio, y en cuanto se paró delante de un semáforo en rojo, se los quitó de nuevo. "¡Muévase, hermano!" Espetó un policía cuando la luz cambió, y Mitty, apresuradamente, se volvió a poner los guantes los guantes mientras sentía cómo se tambaleaba hacia delante. Condujo por las calles sin rumbo durante un tiempo, para después pasar por delante del hospital en su camino al área de estacionamiento.
. . . "Es el banquero millonario, Wellington McMillan”, exclamó la bonita enfermera. "¿Sí?", dijo Walter Mitty , mientras se quitaba lentamente los guantes." ¿Quién es el responsable de su operación?" "El doctor Renshaw, y el doctor Benbow, pero se harán cargo otros dos especialistas: el doctor Remington de Nueva York, y el doctor Pritchard-Mitford de Londres. Ellos se han hecho cargo." Se abrió una puerta en un largo y fresco pasillo, y de ella salió el doctor Renshaw. Se le veía angustiado y demacrado. "Hola, Mitty", dijo. "Lo estamos pasando endemoniadamente mal con McMillan, el banquero millonario y amigo personal de Roosevelt. Obstreosis del tracto ductal. Terciario. Me gustaría que le echaras un vistazo a." "Con mucho gusto", dijo Mitty .
En el quirófano se hicieron las presentaciones entre susurros: "Doctor Remington, el doctor Mitty. Doctor Pritchard-Mitford, el doctor Mitty." "He leído su libro sobre estreptotricosis -dijo Pritchard-Mitford, estrechándole la mano-. Una obra brillante, señor.” “Gracias”, dijo Walter Mitty. "No sabía que estuviese en los Estados Unidos, Mitty", refunfuñó Remington. "Mil gracias, por enseñar a Mitford como tratar un terciario." "Es usted muy amable", dijo Mitty. Una enorme y complicada máquina, conectada a la mesa de operaciones, con muchos tubos y cables, comenzó en ese momento a sonar –pocketa-pocketa-pocketa-. "¡El nuevo aparato anestesista está poniéndose en marcha!" -gritó un ayudante- ¡Y no hay nadie en la Costa Este que sepa realmente como funciona!" "¡Tranquilo, hombre!", dijo Mitty, en voz baja y manteniendo la calma. Se acercó a  la máquina, que ahora estaba sonando pocketa-pocketa- queep-pocketa-queep. Comenzó a manipular delicadamente una hilera de brillantes botones. "¡Denme una pluma!", espetó. Alguien le entregó una pluma estilográfica. Sacó un pistón defectuoso de la máquina e insertó la estilográfica en su lugar. "Eso va a mantener en buen funcionamiento durante diez minutos" –dijo-. Adelante con la operación." Una enfermera se acercó y le susurró a Renshaw, y Mitty vio al hombre palidecer. "Me temo que es una coreopsis", dijo Renshaw nerviosamente-. ¿Quiere tomar el control, Mitty?" Mitty miró la atemorizada figura de Benbow, y los graves y confusos rostros de los dos grandes especialistas. "Si así lo quiere", dijo. Se colocó por encima de su ropa un vestido blanco, se ajustó una máscara y se  puso los delgados guantes; las enfermeras le entregaron su brillante. . .
"¡Retrocede, Mac! ¡Cuidado con el Buick detrás tuyo!" Walter Mitty pisó el freno. "Carril equivocado, Mac", dijo el encargado del aparcamiento, mirando a Mitty de cerca. "Gee-Yeh", murmuró Mitty. Comenzó a retirarse con cautela del carril marcado "Sólo Salir." "Puede dejarlo ahí", dijo el empleado. "Me encargaré de aparcarlo". Mitty se bajó del coche. "Hey, deje mejor la llave puesta". "Oh", dijo Mitty, mientras entregaba al hombre la llave de contacto. El encargado se dejó caer en el interior del coche, dio marcha atras con insolente habilidad, y lo aparcó en su plaza correspondiente.
Son tan groseramente arrogantes -pensó Walter Mitty, caminando por Main Street-. Creen que lo saben todo. Una vez intentó quitar sus cadenas para la nieve, en las afueras de New Milford, y acabó provocando una avería alrededor de los ejes. Un hombre tuvo que ir a recogerlo con un camión-grúa. Un joven empleado del taller, con una sonrisa burlona. Desde entonces, la señora Mitty siempre le hacía conducir a un garaje para que le sacaran allá las cadenas. La próxima vez, pensó, llevaré mi brazo derecho en cabestrillo; entonces si que no sonreirán delante mío. Tendré mi brazo derecho en cabestrillo y se darán cuenta de que me resultaría imposible retirar las cadenas por mí mismo. Dio una patada en el fango de la acera. "Botas de agua", se dijo, y comenzó a buscar una zapatería.
Cuando salió a la calle de nuevo, con las botas de agua en una caja bajo el brazo, Walter Mitty comenzó a preguntarse qué otra cosa que otra cosa que le había dicho su mujer que debía conseguir. Se lo había dicho en dos ocasiones, antes de salir de su casa de Waterbury. La verdad es que odiaba aquellos viajes semanales a la ciudad, en los que siempre debía salir algo mal. ¿Pañuelos de papel, pensó, Squibb’s –polvos de talco-, hojas de afeitar? No. ¿Pasta y cepillo de dientes, bicarbonato, carborundum? ¿Iniciativa y referéndum? Acabó dándose por vencido. Pero ella lo recordaría. "¿Dónde está el-cómo-se-diga?" Lo que pidiese. "No me digas que has olvidado el-cómo-se-diga." Un vendedor de periódicos pasó gritando algo sobre el juicio de Waterbury.
. . . "Tal vez esto le refresque la memoria." El Fiscal de Distrito sacó repentinamente una pesada automática que puso a la vista de la tranquila figura sentada en el estrado de los testigos. "¿Alguna vez ha visto esto antes?" Walter Mitty tomó el arma y la examinó con pericia. "Este es mi Webley-Vickers 50.80", dijo con calma. Un rumor creciente corrió alrededor de la sala de audiencias. El juez llamó al orden. "Tú eres un as con cualquier tipo de arma de fuego, ¿verdad?", dijo el fiscal del distrito, insinuante.  "¡Protesto!", gritó el abogado de Mitty. "Hemos demostrado que el acusado no podría haber hecho el disparo. Hemos demostrado también que llevaba el brazo derecho en cabestrillo en la noche del catorce de julio." Walter Mitty levantó la mano brevemente, y los abogados que discutían se calmaron. "Podría haber matado a Gregory Fitzhurst con cualquier marca conocida de armas -dijo sin alterarse- a trescientos pies y con la mano izquierda." En la sala del tribunal se desató un pandemónium. El grito de una mujer se hizo oír por encima del caos, y de repente, una hermosa joven de cabello oscuro apareció en brazos de Walter Mitty. El fiscal de distrito la golpeó salvajemente. Sin levantarse de su silla, Mitty golpeó al hombre en la punta de la barbilla. "¡Miserable canalla!". . .
"Galletas para cachorros", dijo Walter Mitty. Dejó de caminar y los edificios de Waterbury, saliendo de la sala de audiencias de niebla y lo rodeó de nuevo. Una mujer que pasaba se echó a reír." Dijo “galletas para cachorros”, comentó al hombre que la acompañaba." Ese hombre se dijo a sí mismo “galletas para cachorros." Walter Mitty  se apresuró. Entró en una tienda de animales, no la primera que encontró, sino una más pequeña situada más arriba de la calle. "Quiero unas  galletas para perros pequeños, jóvenes". El dependiente preguntó: "¿Alguna marca en especial, señor?" El mayor disparo de pistola  del mundo resonó durante un momento. "Dice 'Los cachorros ladran por él' en la caja ", dijo Walter Mitty .
Su esposa estaría de vuelta de la peluquería en quince minutos - Mitty pensó, tras mirar su reloj-, a menos que se retrasaran por el secado. A veces tenían problemas para secarle el cabello. No le gustaba llegar al hotel la primera;  quería que él estuviera allí esperando por ella, como de costumbre. Encontró una gran silla de cuero en el vestíbulo, frente a una ventana, y se puso las botas de agua y la caja de galletas para cachorros en el suelo, junto a él. Cogió un viejo ejemplar de “Liberty” y se dejó caer en la silla. "¿Puede Alemania conquistar al mundo desde el aire?" Walter Mitty miraba las fotos de bombarderos, y de calles en ruinas.
. . . "Los proyectiles de artillería alcanzaron al joven Raleigh, señor", dijo el sargento. El capitán Mitty lo miró a través de su pelo enmarañado. "Llévalo a la cama -dijo con cansancio-, con los otros. Voy a volar solo." "Pero eso es imposible, señor -dijo el sargento con ansiedad-. Se necesitan dos hombres para manejar ese bombardero y los Archies han desatado el infierno en el aire. El circo de Von Richtman está entre nosotros y el pueblo de Saulier." "Alguien tiene que conseguir alcanzar ese depósito de municiones -dijo Mitty-. Voy a ir. ¿Un poco de coñac?" Se sirvió una copa para el sargento y otra para él. La guerra tronó y gimió alrededor del refugio golpeando en la puerta. Destrozaron  la madera y las astillas volaron a través de la habitación. "Un poco demasiado cerca", dijo el capitán Mitty descuidadamente. "Las andanadas de fuego antiaéreo para bloquearnos están cada vez más cerca", dijo el sargento. "Sólo se vive una vez, sargento", dijo Mitty, con una sonrisa tenue y fugaz. "¿O no?" Se sirvió otro coñac, y lo sacudió haciendo que cayera fuera. "Nunca he visto un hombre capaz de sostener su brandy como usted lo hace, señor", dijo el sargento. "Disculpe señor." El capitán Mitty se puso de pie, con su enorme Webley-Vickers automático al cinto. "Son cuarenta kilómetros a través del infierno, señor", dijo el sargento. Mitty terminó una última copa de brandy. "Después de todo -dijo en voz baja- ¿Qué no lo es?" El temblor producido por los cañones aumentó, pero no se oía el rata-tat-tatteo de ametralladoras, y de alguna parte llegó el amenazante  pocketa-pocketa-pocketa de los lanzadores New Flame. Walter Mitty se acercó a la puerta de la caseta tarareando "Auprès de Ma Blonde." Se dio vuelta y se despidió del sargento. "¡Hasta luego!", dijo. . . .
Algo golpeó su hombro. "He estado buscándote por todas partes en el hotel", dijo la señora Mitty. "¿Qué haces tumbado en esa vieja silla? ¿Cómo esperas que te encuentre?"  "Las cosas se acaban, "dijo Walter Mitty vagamente. "¿Qué? -dijo la señora Mitty- ¿Conseguiste el-cómo-se-diga? ¿Las galletas para cachorros? ¿Qué hay en esa caja?"  "Botas de agua" -dijo Mitty- "¿Y cómo es que no te las has puesto en la tienda?" "Yo estaba pensando -dijo Walter Mitty-, ¿se te ha ocurrido pensar que a veces estoy pensando?" Ella lo miró. "Cuando llegue a casa, tendré que tomarle la temperatura", se dijo.
Salieron por la puerta giratoria, que hizo un silbido débilmente burlón cuando les empujó. Fue dos manzanas de la plaza de estacionamiento. En la farmacia de la esquina le dijo: “Espérame aquí. Me olvidé de algo. No será más de un minuto.” Ella era más que un minuto. Walter Mitty encendió un cigarrillo. Comenzó a llover, lluvia con aguanieve. Se puso de pie contra la pared de la farmacia, fumando. . .  Colocó sus hombros hacia atrás y juntó los talones. "Al diablo con el pañuelo", dijo Walter Mitty con desprecio. Echó una última calada al cigarrillo y lo tiró a la basura. Luego, con esa sonrisa débil y fugaz jugando en sus labios, frente al pelotón de fusilamiento; erguido e inmóvil, orgulloso y desdeñoso, Walter Mitty el invicto, inescrutable hasta el final.


martes, 3 de diciembre de 2013

¡Los humanos están entre nosotros!


La verdad es que, últimamente, no es que me esté trabajando mucho, lo de subir cosas al blog. De repente, hago un par de entradas, y ahora mismo, por falta de tiempo, aparentemente lo tengo otra vez dejado. Sin embargo, como sí que me llegan las horas para perderme por el ciberespacio, en ocasiones encuentro cosas interesantes de ese tipo que, si intentas encontrarte con ellas por segunda vez, con toda seguridad, ya no vuelves a saber de ellas.
En este caso, me encontré con tres falsos carteles, creados por la agencia italiana Saatchi & Saatchi -no se sabe bien si de una serie de películas, o de supuestos programas de "misterio paracientífico"-, que muy bien podrían ser portadas de -por desgracia imaginarios- libros o revistas, encargados por el canal norteamericano de ciencia-ficción "Sci-Fi Channel" -la verdad es que, con ese nombre, ¿de qué iba a tratar?-, que tienen unos curiosos destinatarios: en lugar de avisar, o más bien de espantar, a los seres humanos sobre los (supuestamente) terribles seres que nos rodean y se ocultan en la oscuridad o en lugares poco accesibles, son estos mismos -extraterrestres, zombies, monstruos del lago- los que son avisados de esa tremenda plaga, extendida a lo largo y ancho de nuestro mundo, y que no se detiene ante nada ni ante nadie a la hora de adueñarse de lo que todavía no está en sus manos, y conocidos como humanos.

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En este caso, es la "bestia" del lago, la que no puede estar tranquila en su apestoso pero hogareño pantano, sin que alguna temible rubia le venga a fastidiar.

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¿Y quién ha dicho, que los muertos vivientes no quieran, simplemente, estar tranquilos en sus cementerios? ¿No tienen los humanos otro sitio por donde pasear o fastidiar un rato?

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Y por último, los extraterrestres. Tanto quejarse de que si nos visitan -aunque, desde hace años, poco se habla ya de platillos volantes y tipos verdes con la cabeza gorda y ojos enormes- y no paramos de hacer planes para llegar a Marte, a cualquier mundo del Sistema Solar, y más allá, como si allá no viviera nadie.