lunes, 27 de junio de 2016

El hombre que invento un color: el azul de Yves Klein.

Aunque parte de su obra haya sido engullida por el tiempo, o fuera más llamativa que arte puro, su azul ya será eterno.


¿Cómo se puede "inventar" un color?

Es una pregunta, si no interesante, sí llamativa. ¿Se puede inventar un color, o más bien una variedad particular de uno de ellos, o de alguna forma, toda la diversidad de la paleta de colores, de una u otra forma, se puede encontrar en la naturaleza? Realmente, parte de lo que llamaríamos "el mundo real", no es sólo natural. Parte importante -realmente, el mundo en el que normalmente nos movemos- es una creación humana. Resulta lógico pensar que, aún sin darnos cuenta, hemos encontrado, o creado, aunque nos hayan pasado desapercibidos, multitud de nuevos colores, o sub-colores, si lo queremos llamar así.

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Diversos tipos de azul. El Klein, entre sus "hermanos", más claro uno, más "marino" el otro.

No recuerdo haber hablado nunca de arte abstracto, contemporáneo -o moderno, qué más da-, o no figurativo. Resulta fácil averiguar qué tipo de arte, sobre todo en el mundo de la pintura y el dibujo, me interesa más -¿hace falta hablar, aquí también, de esos prerrafaelitas, y contemporáneos y compatriotas suyos, que parecen haberme abducido?-, pero aquí, más que llamarme la atención la obra en sí misma de Yves Klein, el "padre" del color azul klein -en castellano, también se le añade el adjetivo "internacional"-, es esa misma tonalidad azulada, la que, tras haber leído sobre ella ni sé donde, me rondó en un par de ocasiones más por la cabeza. Hablemos un poco de él, entonces.

El autor, con la más longeva de sus creaciones.

Yves Klein (1928-1962; tuvo una vida corta, pues. Apenas vivió treinta y cuatro años), fue una figura del llamado neodadaísmo. Si se tiene en cuenta que el dadaísmo original parecía ser más una especie de broma y de excusa para disfrutar cruzando las líneas del arte -no sólo el más académico, sino también del considerado, en los primeros años del siglo XX, como vanguardista- que una corriente artística en sí misma -pues, aparte de experimentos, perfomances y manifiestos, poca cosa más dejó-, se podría pensar que su "hijo", el neodadaísmo, no sería muy distinto. Pero en los años en que apareció y se paseó por museos y salas de exposición, entre las décadas de los 50 y 60, el arte figurativo casi había desaparecido ya, y los artistas eran tan revolucionarios -o más bien, intentaban serlo- y provocadores como creadores de arte propiamente dicho. Klein era, ciertamente, un hombre brillante, rupturista, imaginativo, pero también es cierto que su obra es, cuanto menos, algo discutible -sobretodo, para los seguidores que aún quedamos del arte figurativo, o clásico, o "antiguo", si se le quiere llamar así-. Aún así, fue capaz no sólo de llamar la atención, sino también de provocar que la gente se preguntara a sí misma "¿por qué lo que este hombre ha creado, aparentemente más pose que arte, me llama tanto la atención?". 
Su forma de llamar la atención, fue con una serie de pinturas monocromáticas -o sea, de un solo color- que en principio sería de colores distintos, hasta que, finalmente, optó por utilizar siempre el mismo, que no dudó en patentar -pues no dejaba de ser un invento, una propiedad intelectual, o artística- al que llamó Azul Klein Internacional, si bien las grandes firmas de moda -o empresas o profesionales del diseño- lo llaman también Azul Style. Finalmente, acabó usando como lienzos el cuerpo de modelos, a las que pintaba -o más bien, sobre las que pintaba- de su famoso color.
Poco más se puede decir de Klein, si no se tiene demasiado interés por el neodadaismo, el arte conceptual, o como hoy en día se quiera llamar. Con el paso del tiempo, creo que parte de este arte, real o supuesto, es más una mezcla de negocio, excusa de unos pocos para presumir de conocimientos profundos que sólo unos pocos disfrutan, y simple tomadura de pelo. Pero eso ya sería otra historia. Sin embargo, el Azul Klein sí que es algo que valdría la pena conservar. Su creador, casi sin querer, creo belleza en lo más simple, en un color vivo, eléctrico, que parece ideal para la moda, la joyería e, incluso, el diseño de muebles, lámparas, pequeñas esculturas, etc.

Pintando sobre sus modelos, utilizándolas como lienzos vivientes. A esta curiosa forma de pintar, o más bien "donde" pintar, la llamó antropometría. En una ocasión, realizó una perfomance, delante de una buena cantidad de elegantes invitados, donde pintaba de su Azul Klein a varias modelos, mientras sonaba su "Monotone Shymphony", compuesta por él msmo, y que consistía en 20 minutos sonando la misma nota -nombre muy acertado, como se ve-, seguidos de otros 20 minutos en completo silencio -y que, con toda seguridad, sus invitados debieron agradecer-.

Yves Klein
Una de sus obras, realizadas con esponjas, y que fue subastada en Nueva York hace poco. Ni hace falta decir, que fue por una buena cantidad de dinero.

miércoles, 22 de junio de 2016

Los prerrafaelitas (XLI): Robert Bateman, el llamado (actualmente) "prerrafaelita perdido".

Más olvidado que otros muchos contemporáneos suyos, a pesar de que no estuvo entre los prerrafaelitas de "obra menor".


Historia novelada para recordar al "prerrafaelita perdido".

Este podría ser, muy bien, casi -no me atrevo a afirmarlo, porque seguramente mentiría- el último pintor prerrafaelita del que escriba una entrada, y si he llegado a saber de él, ha sido casi por casualidad. Buscando todo tipo de información sobre la Hermandad y sus miembros, y sobre la corriente artística en general, y cualquier artista que tuviera algo que ver con ella,  así como ideas o datos aislados para anexos -que en adelante, una vez que acabe la serie, de la que quedan apenas un par de entradas, sera casi lo único que escribiré sobre el prerrafaelismo-, me encontré con un libro, escrito por un tal Nigel Daly, sobre un pintor, que en principio ni tan siquiera estaba seguro de que hubiera existido realmente, llamado Robert Bateman. Y ese pintor, aparte de resultar artísticamente interesante, era considerado, al menos por Daly, así como por varios críticos y aficionados entendidos de arte, un auténtico prerrafaelita, aunque, como otros muchos, con una identidad propia, y un camino desde el principio separado al que tomaron, juntos, los creadores de la Hermandad, y algunos artistas especialmente unidos a ellos.
Bien, ahora, tocaría hablar de nuestro hombre. Robert Bateman (1842-1922); sería, pues, un prerrafaelita de segunda generación, de tiempos de Spartali Stillman, para entendernos, cuando la corriente ya estaba empezando a dejar de ser "pintura rupturista", para ser aceptada, cada vez más, como parte íntegra, importante y reconocida de la pintura más o menos académica británica. Además de pintor, Bateman, como otros artistas de su país y su época,  no tenía suficiente con los pinceles, y también fue arquitecto y diseñador hortícola. Los victorianos, eso hay que reconocérselo, eran hombres y mujeres que, cuando tenían tiempo, dinero y cualidades, no tenían nunca suficientes campos donde desarrollar su habilidad, arte o intelecto, y siempre parecían querer más. Probablemente, esa es una de las razones por las que, tanto tiempo después, tanto ellos como sus obras nos resulten tan atractivos.

"Eloísa y Abelardo" (1879). Los amantes del Medievo -reales, no literarios- fueron protagonistas de no pocas pinturas del XIX.

El padre de Bateman, James Bateman, además de terrateniente, fue diseñador de jardines, y consumado horticultor, así que su amor por la naturaleza, y su afición y conocimiento para "domesticarla", se ve claro, le venía de familia, y pudo verlo con sus propios ojos desde niño. Su padre fue una gran influencia para él. 
Estudió en la universidad de Brighton, y de allá, pasó a ser alumno, como tantos otros, de la Royal Academy -creo que dicha institución merecería un capítulo aparte-, y allá acabó siendo el líder de un grupo de jóvenes artistas que se inspiraban en la obra de Edward Burne-Jones, que con Rossetti, nunca deseó "integrarse" en la corriente mayoritaria de la pintura más académica y conservadora. Probablemente, fue el miembro de la Hermandad que acabó teniendo más seguidores, imitadores, alumnos y simpatizantes -de nuevo, algo común con Spartali Stillman, aunque no parece que llegaran a conocerse, a no ser poco menos que un saludo o conversación en algún acto social o cultural, de los muchos a los que uno y otro debieron acudir-.  Llegó a fundar, incluso, una sociedad artística: la Sociedad de pintores al temple, en 1901.

"Tres mujeres arrancando mandrágoras", sería de temática medieval, y con influencia de Burne-Jones, aunque con personalidad propia.

"El estanque de Bethesda" (1877), otro de sus obras principales, donde se ve influencia de la pintura renacentista del siglo XV, pero mezclada con una rara modernidad.

"La muerte del caballero", donde apenas se vislumbra el cadáver del noble guerrero. El bosque que lo acoge, que le sirve de último hogar, es el auténtico protagonista (1870).

Bateman fue un gran pintor de exteriores naturales, algo no muy habitual en el prerrafaelismo. Se describe su obra como si fuera una versión fantástica, casi onírica, de cuento, de bosques, prados, lagos y arroyos, donde los personajes humanos son colocados casi como un adorno, como algo, claramente, secundario. Sin embargo, también demostró ser capaz de pintar obras con uno o varios protagonistas humanos retratados de forma excelente. Uno de sus cuadros más famosos, el que probablemente le hizo más famoso, y le describiría como artista, sería "El caballero muerto", o "Los tres cuervos" -es conocido por ambos nombres- (1870). Otros serían "La resurrección de Samuel" (1880) y "El lirio o la rosa" (1882).
También realizó grabados en madera, de inspiración religiosa -la Época Victoriana fue tremendamente religiosa, a pesar de sus avances en la ciencia y la tecnología-, además de como arquitecto, siendo responsable de los plano de la casa de Collyers, cerca del pueblo de Petersfield. 
Aparte, fue naturalista -cercano a las ideas revolucionarias, en su época, de Charles Darwin-, ilustrador botánico y de libros, escultor, estudioso del arte italiano... además, al ser tanto un estudioso, como un diseñador de jardines, fue responsables de los de su hogar, la mansión rural, construida en principio en el siglo XVI, aunque con cambios posteriores a lo largo de los años, de Benthall Hall (1890-1906). Parte importante de ellos todavía son mantenidos en perfecto estado por el National Trust, como parte de la propiedad de Benthall Hall. Allá viviría, como terrateniente, artista y filántropo, con su esposa Caroline, hasta su muerte.



Dos fotografías de la gran mansión rural de Benthall Hall, con los jardines diseñados por Bateman.

Portada del libro de Daly, donde explica su descubrimiento de Bateman, y cómo realizó la investigación de su vida y obra, para poder plasmarla en el libro "El prerrafaelita perdido".

martes, 21 de junio de 2016

Libros gigantes, o cómo el saber, en ocasiones, sí que ocupa lugar -y mucho-.

Una visión superficial de cuando el libro se transforma en obra de arte y objeto de asombro en sí mismo. Aunque se olvide su finalidad última.


Libros gigantes, ¿para egos gigantes?

Otra vez la falta de tiempo. Y otra vez, añado una entrada corta, más superficial, menos profunda, dentro de lo que cabe, de lo que me gustaría. Y más, si se trata de un tema que no tenía pensado, sino que he decidido tratar, aunque no sea de forma somera, tras encontrármelo en internet. Se trata de los libros gigantes. Y no me refiero a esos best-sellers de mil y pico páginas, que en no pocas ocasiones, quizá serían mejores con un par de cientos menos -el hecho de que no pocos de sus autores cobren, literalmente, por palabra o página, también ayuda a que acaben siendo libros con "ediciones de bolsillo" simplemente imposibles-, sino a tomos que son realmente enormes, como enorme, también, es su peso.
Respecto a cuándo se empezó, si no a poner de moda, sí a resultar bastante raro, pero tampoco extraordinariamente, el que auténticos artistas del arte de fabricar libros decidieran crear semejantes tomos, todo parece indicar que debió ser durante la Baja Edad Media, tal vez a partir de los siglos XII o XIII. Hay que tener en cuenta que, como tantas otras obras -originales, copias, versiones "especiales"-, también algunos de estos megalibros sucumbieron a incendios, guerras, o "desapariciones" a manos de ávidos coleccionistas. Pero algunos nos han llegado, y cabe preguntarse, ¿a qué venía, semejante tamaño? ¿Y quienes eran, los que encargaban -porque de encargos se trataba- obra tan cara y, al tiempo, de tan complicado uso y lectura?

Esta fotografía, según se indica en las pocas webs en las que aparece, correspondería a una colección de megalibros guardada en el legendario y misterioso Castillo de Praga, y parece que fueron imprimidos a lo largo del siglo XIV. Sin embargo, nada más he podido encontrar sobre su origen o naturaleza, ni cómo llegaron a Praga. Ciudad, por cierto, que parece unida a los libros gigantes.

Más que hablar sobre quienes eran los que pagaban por la creación de estos libros -pues de auténticas creaciones artísticas se trata-, habría que saber de qué tratan. Teniendo en cuenta el tamaño, la dificultad de fabricarlos, e incluso de escribirlos, así como de su uso y lectura, en realidad, más que para ser leídos, se hacían para ser admirados, enseñados, para presumir de ellos, pero también para "ofrecerlos a mayor gloria" de Dios, del centro del Universo, pero también de la sociedad medieval europea, que era, antes del Renacimiento -e incluso, cuando este ya empezaba a tomar forma en Italia-, una civilización tremendamente teocentrista, o sea, donde Dios, o más bien la iglesia, que en nombre de Dios hablaba y actuaba, eran el centro de casi todo. Así pues, igual que se construían a mayor gloria del Señor extraordinarios edificios, como fueron las catedrales, primero románicas, luego góticas, e incluso renacentistas, también resultaba lógico que se encargaran libros tan caros como hermosos -sin importar si, realmente, alguien se entretenía a leerlos o no- a su nombre. Y el hecho de que fueran obispos, arzobispos o cardenales los que así lo hicieran en no pocas ocasiones, era igualmente evidente. Eso sí, tras su adquisición, los megalibros acostumbraban a ir a las casas de dichos prebostes de la iglesia, que, más que como ejemplo de lo que el arte y la fe humanas eran capaces de lograr, los usaban para presumir de riqueza -desde luego, más material que espiritual-, y de las rarezas que poseían. ¿Qué otra razón, si no era esa mezcla de fe y avaricia, que también afectaba a no pocos nobles o señores urbanos, podía estar detrás de unos libros que, en ocasiones, hasta necesitaban de dos o tres personas para ser movidos y abiertos?
En el caso de los laicos -los nobles o proto-burgueses ya nombrados-, el presumir de riqueza y poder, de tener entre sus manos algo que era una rareza, resulta también evidente. Sobretodo, teniendo en cuenta que no pocos de ellos eran analfabetos o semi-analfabetos. Incluso los que estaban alfabetizados leían muy poco, y en caso de decidir leer, tan de vez en cuando como lo hacían, algún libro, ¿iban a decidir hacerlo con tomos casi tan altos y pesados como ellos, sino incluso más? También se sugiere que algunos de estos gigantes de papel y gruesas tapas eran tan grandes para facilitar el ser leídos en un atril -por ejemplo, en una iglesia-, pero no es una razón de peso. En aquellos tiempos, y posteriormente, había libros realmente pesados, de varios kilos, y muy gruesos, que, desde luego, estaban necesitados de algún soporte para ser leídos en público, pero no tenían tamaño tan desmesurado, y podían ser transportados -con esfuerzo, pero sin apenas problemas- por una sola persona. Aquello sería, a lo sumo, un problema de exageración, de puro exhibicionismo bibliófilo.

En la fotografía, el conocido como Codex Gigas, si no el mayor, sí uno de los manuscritos medievales más grades y pesados que se conservan.

Arriba se habla de Codex Gigas, o libro gigante, escrito, supuestamente, por un monje checo durante el siglo XIII, en un monasterio de Bohemia -lo que hoy en día correspondería, junto a Moravia, a la República Checa-. Conocido como "la Biblia de Diablo", no porque en él se encuentren supuestos saberes o ideas diabólicas, sino porque se pensó durante mucho tiempo que semejante obra magna, de cerca de setenta y cinco kilos de peso, más de seiscientas páginas, y casi un metro de alto -hay que tener en cuenta, además, que la gente de aquellos tiempos era mucho más baja que la actual, además de, normalmente, y más en un monje más bien pobre, muy delgada-, y que debía ser capaz de, literalmente, tragarse a su sufrido autor. no habría podido ser escrito, a no ser con ayuda del mismísimo demonio -y además, en una sola noche. Ya puestos a exagerar...-. Algo habitual, en aquellos tiempos oscuros, el atribuir al Diablo  cualquier cosa que resultara inexplicable o, simplemente, sorprendente o difícil de creer.
Pero no. Parece que el libro, con una caligrafía y estilo homogéneos y bien definidos, fueron obra de un solo hombre, un tal Heman, que debió pasarse décadas escribiéndolo, además de enriquecerlo y embellecerlo con todo tipo de ilustraciones y miniaturas. De ahí que, pasados los años, fuera considerado parte del patrimonio, primero, de los distintos gobernantes de Bohemia -el país checo, para entendernos-, y más adelante, del pueblo checo en su conjunto.

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El Codex Gigas, cerrado, donde se pueden ver unas tapas que más bien parecen puertas de una casa.

En el libro, además de una copia en latín de la Biblia -como era de imaginar- se encuentra casi de todo: desde las Etimologías de San Isidoro de Sevilla -o de Híspalis, que es como era conocida la ciudad en su tiempo, en el del reino visigodo-, hasta crónicas del historiador romano-judío Flavio Josefo -el que relató, entre otras cosas, la primera revuelta judía contra Roma, iniciada en tiempos de Nerón, y acabada gobernando Vespasiano-, además de anécdotas, temas médicos, etc. Realmente, una auténtica biblioteca, resumida en un solo y gigantesco volumen. Y teniendo en cuenta la oscura época en la que fue escrita, y que sí parece seguro que tuviera un solo autor,  no deja de ser una obra,  no sólo artística, sino intelectual, no ya encomiable, sino extraordinaria.
Actualmente se encuentra, a pesar de ser considerado parte de la cultura checa, en el Museo de Historia de Suecia, pues en el siglo XVII llegó a ese país nórdico como botín de la Guerra de los Treinta Años.

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Uno de los doce tomos gigantes de contenido religioso, escritos en México durante el siglo XVIII, durante su proceso de restauración.

Pero no sólo en la Europa Medieval se escribieron semejantes portentos de tamaño y riqueza. También los hubo, en la América colonial, y en época más reciente. Arriba se puede observar cómo se restaura uno de los doce libros gigantes escritos en 1715 -o a menos, pues parece un poco difícil que se hicieran todos el mismo años, de principios del siglo XVIII-, en el antiguo virreinato de la Nueva España, incluía el actual México, pero también parte de Estados Unidos, y casi toda Cenrtroamérica, además del Caribe hispano. Con casi un metro de alto cada uno, y con tapas de cuero sobre madera, contiene los guiones o textos para ceremonias religiosas de los conventos de la época. Donados en su momento a varias bibliotecas mexicanas a principios del siglo XX, actualmente se encuentran, todos juntos y a salvo -aunque un par están en bastante mal estado-, en la ciudad de México, donde son estudiados y restaurados, junto a otros muchos, más pequeños, pero igualmente antiguos y valiosos. En realidad, parece que eran trece, pero el último, por el momento, se encuentra desaparecido.

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Un Corán gigante iluminado. Otro libro sagrado transformado en obra de arte.

"Bhutan", un megalibro moderno, de Michael Hawley, sobre un viaje fotográfico y antropológico por el pequeño país del Himalaya. El libro original no está a la venta, pero el autor tuvo el detalle de sacar al mercado una "versión reducida", o sea, que no necesita de dos o más personas para poder abrirlo y leerlo sin problemas.

El mayor de los megalibros quizá está por escribir. Cabe preguntarse, también, cual sería la mejor forma de leerlos. Quizá sería, simplemente, entrando en ellos. Literalmente.


sábado, 11 de junio de 2016

Los prerrafaelitas (anexo VII): ¿Enya, "dama prerrafaelita"? Tal vez no, pero sin duda, sí que ha recibido influencia del movimiento.

Un ejemplo claro más de la influencia de la corriente artística en la cultura contemporánea británico-irlandesa.


A falta de tiempo, una entrada corta, donde se puede observar la influencia del prerrafaelismo en la cubierta y la contra-cubierta de un disco de Enya. Para ser más exacto, de "The memory of trees", o "La memoria de los árboles", en español.
Ella siempre ha dicho que no es "la dama prerrafaelita" que muchos consideran que es, pero sin duda, las influencias son evidentes. Y nada que objetar a ello. Más bien, demuestra buen gusto, y conocimientos de arte de tiempos no tan remotos como pudiera parecer. Y respecto si la música de Enya se podría considerar prerrafaelita -o más bien, neo-prerrafaelita-, podría serlo, sí, pero no deja de ser difícil imaginar cómo sería la música representativa de esta corriente artística según el gusto o visión de los miembros de la Hermandad, sus seguidores, y los que de, alguna forma, tuvieron relación o recibieron influencia de ella.
El prerrafaelismo fue básicamente pictórico -muchos cuadros al óleo, algo de arte mural, muy poca acuarela, y algo de dibujo, como demostraron magistralmente Rossetti y Frederic Leighton, por ejemplo-. Pero en poesía, es algo más difícil decir qué entra en ello y que no, y en literatura en prosa, arquitectura, o incluso en escultura -aunque contaran entre ellos con un escultor de fama, como fue Woolner-, todo serían conjeturas. Así que, en música y danza, lo mismo de lo mismo. Difícil, pues, saber qué incluirían como parte musical de su corriente artística Rossetti, Hunt y compañía. a la hora de elegir entre música y músicos. Contemporáneos suyos, o posteriores, que más da.



Enya, como la Dama de Shalott, en un vídeo del álbum "The celts", y el cuadro original de William Waterhouse.



La portada y la contraportada de "The memory of trees", y el cuadro original que la influyó: "El joven rey de las Islas Negras". Si bien su autor, el norteamericano Maxfield Parrish, no era un auténtico prerrafaelita -el cuadro es de 1929, una época muy tardía-, esta obra en cuestión podría pasar como una claramente neo-prerrafaelita. Cualquiera de ellos habría estado de acuerdo en calificarla así, y probablemente, mucha gente lo atribuiría a algún miembro, seguidor o pintor influido directamente por la Hermandad.



miércoles, 8 de junio de 2016

"¿Cómo será el mundo dentro de cien años?" Así lo creían en 1900.

Unas cuantas ilustraciones de comienzos -muy comienzos- del siglo XX, sobre lo que sería el mitificado año 2000.


En la página de facebook de "Librepensadores", pude ver esta serie de ilustraciones de 1900, de un autor germano-hablante -alemán, austriaco o suizo-alemán, no he podido saber quién o de dónde era-, donde se fantseaba sobre cómo podía ser el mundo del año 2000, justo un siglo después del año en que comenzaba el XX, que tan nefasto llegó a ser por tantas cosas. 
Algunas eran pura fantasía decimonónica, de aquella época en que acababa la Era Victoriana en el poderosísimo Imperio Británico, y en Francia y Bélgica, con su art nouveau, y su Belle Époque. Otras, sin embargo, no estaban tan lejos de la realidad. Caso, por ejemplo, de lo que pocos años después sería el dirigible, o incluso, el submarino turístico. Mi preferida, quizá, serían las manzanas de bloques de viviendas móviles. Porque semejante esfuerzo económico y prodigio tecnológico, espectacular sin duda, ¿qué sentido tiene? Pues nada, lo que era la proto-ciencia-ficción de la época: sentido de lo mágico, aunque no tuviera ni pies ni cabeza.

Las casas móviles, o más bien, manzanas completas. ¿Y por dónde se movían, hacia dónde, y desde dónde también?

El pavimento móvil. Es más fácil mover gente, aunque sean pequeñas multitudes -y con las damas sentadas- que casas enteras. La ciencia-ficción posterior -algunas novelas de robots de Asimov, por ejemplo-, sí recuperó la idea.

Lo que se consideraba un novedoso medio de transporte -capaz de llegar hasta el mismo Polo Norte, y admirado por los inuit, o esquimales-, en un futuro -apenas unos años- sería el muy real dirigible.

Sin embargo, el dirigible, por su facilidad para incendiarse -aparte de que no era capaz de trasladar a un número muy grande de pasajeros, a pesar de su enorme tamaño-, acabó pasando pronto a la historia.

Un proyector -de imagen, pero que también permite escuchar a la cantante, e incluso, a poder escuchar sonidos sin necesidad de ver imagen alguna-. En 1900, el cine ya existía, pero el invento de los Lumière no parecía algo con mucho futuro, más allá de una gracioso divertimento de feria. Méliès demostraría, con una tecnología todavía rudimentaria, hasta dónde podía llegar el invento.

Máquinas voladoras para parejas o familia. Hoy en día, la única diferencia es que no es necesario volar para llevar a la familia o amigos a dónde quieras. Para eso tenemos coche.

Ciudades bajo techo. ¿Para protegerse de la lluvia, de la nieve? Sin embargo, el futuro parece vislumbrar algo parecido, y no sólo en cine o literatura de anticipación: las ciudades bajo enormes bóvedas. También Asimov -y otros, pero a Asimov lo conozco bastante bien- habló de ello, en "Bóvedas de acero" o "El sol desnudo".

Un submarino turístico, en aquellos tiempos, era fantasear con un invento real, pero todavía por explotar. Hoy en día, sin embargo, no deja de ser una realidad.

Y este es un ejemplo -real- de lo que hace más de un siglo imaginaron.

Patines o bicicletas para moverse por la superficie del agua. La bici ha sido sustituida por la moto acuática, pero los patines -en realidad, unas piezas de madera para no mojarse los pies-, y los globos agarrados a los hombros, como que no son muy prácticos.

Un barco que, al salir del mar, se transforma en locomotora de ferrocarril, o algo parecido. En realidad, se desarrolló una idea parecida, pero mucho más modesta: el hovercraft, capaz de moverse por tierra, pero despacio y a distancia corta.

Sistemas de vuelo personales, o individuales. Algo parecido ya existe desde hace tiempo, pero sin necesidad de alas. Para eso, ya están los motores.

¿Para qué se necesitan alas en este aparato? En aquellos tiempos, "vuelo" y "alas" eran inseparables.

Una máquina para controlar, y cambiar, el clima. Aunque todavía no se puede realizar semejante prodigio de forma sencilla y completa, se está en ello.  La literatura, y sobretodo el cine, tanto de ciencia-ficción, como de catástrofes, han encontrado en estas máquinas todo un filón para sus historias.